Habían quedado a las 9 y ya eran las 9:15. Corría por la calle deseando que él no se hubiera marchado ya. Había puesto muchas esperanzas en aquella cita, pero una serie de desajustes en el trabajo la había obligado a salir más tarde de lo previsto. No se conocían más que a través de unos amigos comunes. Se habían visto unas cuantas veces, pero jamás habían hablado mucho el uno con el otro. Finalmente llegó y allí estaba él. La verdad es que se le veía guapo. Se había arreglado para aquella noche, eso se notaba...y algo significaría. No pareció importarle que llegase tarde, estaba demasiado nervioso como para preocuparse por ello a pesar de las constantes disculpas que ella le dio.
Sin mayor tardanza entraron en el lujoso restaurante. Una mesa para dos, cerca de la cristalera desde la que se observaba una preciosa visión de París. Les dieron la carta y pidieron ya el vino. Al principio apenas mantenían el contacto visual. Comenzaron a hablar simplemente para evitar esos silencios incómodos. Pero al cabo de un rato, la conversación se fue animando. Se contaron muchas cosas, y comenzaron a coger confianza. Poco a poco los dos se daban cuenta de que no se iban a querer. Era una verdad silenciosa. Ninguno la comentó ya que ninguno quería hacerlo tampoco. Estaban a gusto sin necesitar nada más. Ni otra noche, ni un beso de despedida. Simplemente la compañía era buena.
Pero cuando acabaron con el postre allí estaba otra vez ese silencio incómodo. Era la hora de marcharse y ninguno sabía qué decir para no defraudar al otro. Salieron a la calle, se dieron dos besos y cada uno tomó una dirección distinta. Sin mirar atrás. Por supuesto que volverían a llamarse, pero no sería para otra cita.
Sin mayor tardanza entraron en el lujoso restaurante. Una mesa para dos, cerca de la cristalera desde la que se observaba una preciosa visión de París. Les dieron la carta y pidieron ya el vino. Al principio apenas mantenían el contacto visual. Comenzaron a hablar simplemente para evitar esos silencios incómodos. Pero al cabo de un rato, la conversación se fue animando. Se contaron muchas cosas, y comenzaron a coger confianza. Poco a poco los dos se daban cuenta de que no se iban a querer. Era una verdad silenciosa. Ninguno la comentó ya que ninguno quería hacerlo tampoco. Estaban a gusto sin necesitar nada más. Ni otra noche, ni un beso de despedida. Simplemente la compañía era buena.
Pero cuando acabaron con el postre allí estaba otra vez ese silencio incómodo. Era la hora de marcharse y ninguno sabía qué decir para no defraudar al otro. Salieron a la calle, se dieron dos besos y cada uno tomó una dirección distinta. Sin mirar atrás. Por supuesto que volverían a llamarse, pero no sería para otra cita.
